“El tannat, la cepa-emblema charrúa, se agarra al paladar como si tuviera garras, pero también con un frescor que pocos tintos tienen en el Nuevo Mundo. Los vinos de Uruguay están listos para conquistar el planeta, sólo falta que ellos se lo crean…”

Patricio Tapia

La forma típica de presentar a Uruguay es con un dato, que funciona como dato, pero también como chiste: en ese país viven algo más de tres millones de personas y trece millones de vacas. Los uruguayos se comen a las vacas antes que las vacas se los coman a ellos.

Y lo de comer vacas es algo serio en un país en donde, y con perdón de los argentinos, se preparan los mejores asados del mundo. Las vacas pastan tranquilamente por la topografía de planicies y pastizales siempre verdes gracias a la generosidad de las lluvias. No hay fuertes laderas ni grandes montañas en Uruguay, así es que los trece millones de vacas comen lo que quieren, no se estresan (ni crean músculos) subiendo cerros, mientras su carne se infiltra de grasa que tan bien queda, después, sobre las parrillas charrúas.

Para comer esas vacas, los uruguayos tienen alrededor de nueve mil hectáreas de viñedos, y consumen unos 24 litros al año, lo que es bastante más que nosotros que estamos por los quince anuales. Ellos, además, tienen una estrella; el tannat, una cepa tinta que es su emblema y por la que todos luchan.
El tannat es una cepa que no tiene muchos aromas, pero lo que no da en la nariz, sí lo da en la boca: es un tinto recio, de potentes taninos que atacan el paladar desprevenido. Es, además, una cepa de muy buena acidez. Todo eso la hace ideal para acompañar las parrillas uruguayas. Un bife con una copa de tannat es de las mejores cosas que uno pueda probar en esta vida.

Pero hay más cosas singulares del vino uruguayo. Primero que nada, el clima. El 90 por ciento de la viticultura uruguaya se encuentra hacia el sur del país, una zona de clima húmedo e influida por el Río de la Plata y el Atlántico. En ese lugar llueve mucho y, aunque por estos días hace un calor del demonio, no se puede definir a esta zona como cálida. Los alcoholes de sus vinos lo comprueban: como promedio, incluso en estos tiempos modernos, los tannat uruguayos tienen trece grados de alcohol. En Chile, los vinos tenían ese promedio hace veinte años.
Y también están los suelos. Las zonas de arcilla y cal, dan vinos tensos, ricos en acidez, pero también potentes y voluptuosos. El tannat brilla en ese tipo de suelos que hay, por ejemplo, en el departamento de Canelones, que rodea a la ciudad de Montevideo. Pero hay más: pizarras, granitos, arenas, todo un mosaico que es una promesa de diversidad de sabores.

Suelo, clima y una variedad espectacular como el tannat son una combinación explosiva. Y si a eso le sumamos que el Uruguay vitícola es un país aún no expuesto (o contaminado; como prefieran) a las influencias de los mercados externos, tenemos que los vinos ofrecen un fuerte sentido local. El tannat tradicional es astringente cuando joven, ácido, austero, tenso, frutal, pero sobre todo mineral. Créanme, no hay nada mejor en el mundo de los vinos que un tinto así para beberlo con chorizos o prietas o cualquier cosa que salga de la parrilla.

Bodegas como Carrau, Los Cerros de San Juan, Pizzorno, Stagnari o De Lucca producen ese tipo de tannat que hace agua la boca, sobre todo en niveles básicos o reservas, en donde la influencia de la madera no ha arruinado esa fruta deliciosa y tímida de los tannat uruguayos.

Pero también hay otros caminos, más pensados para el mercado internacional y que, no por coincidencia, tienen a consultores extranjeros entre sus filas. Es el caso, por ejemplo, de Narbona que es ayudado por el gurú de los vinos súper maduros y comerciales, Michel Rolland, o Garzón, que es asesorado por Alberto Antonini. Especialmente en el primer caso, lo que se busca es domar al tannat, madurarlo mucho más para que su textura se suavice, ponerle corbata, peinarlo. Disfrazarlo, si prefieren, para que pueda ser del gusto del mercado que, ya lo sabemos, de gusto no tiene nada.

Sin embargo, en un reciente viaje y luego de haber probado los vinos de unas treinta viñas uruguayas (no hay muchas más, la verdad) me queda la sensación de que esa influencia externa aún no arruina las cosas -como casi lo hace en Argentina- reduciendo todo a un tipo de vino (mermelada y madera, básicamente) y anulando de paso la diversidad inherente a esta bebida. Los tannat uruguayos, como dije, huelen y saben como ningún otro vino en el mundo. Y eso es un muy buen signo del cual no todo país productor se puede vanagloriar en estos tiempos modernos.
En medio de esa diversidad, es normal que surja gente arriesgada. Como muchos basan su sustento en vender vinos en garrafas para el consumo masivo, algunos de los productores se dan un espacio para jugar, como el caso de la bodega J. Chiappella, en la zona de El Sauce, en Canelones. Los tres hijos, herederos de este pequeño emprendimiento, le renuevan la cara a la bodega familiar con vinos divertidos, jugosos y frescos, como el caso del Marselan, una cruza entre cabernet y garnacha, que es para chuparse los dedos.

Ya mucho más radical es el proyecto Viñedo de los Vientos, en la zona de Atlántida, también en Canelones. Pablo Fallabrino y su mujer, Mariana Cerutti, hacen literalmente los vinos que se les da la gana, como si todo fuera un juego. “Me siento, y con un papel voy escribiendo los vinos que se me ocurren. Y luego los hago”, dice Pablo, hoy uno de los enólogos más innovadores -y sobre todo libres- en la escena del vino en el Nuevo Mundo.
Junto a Viñedo de los Vientos, una bodega pequeñita de no más de sesenta mil botellas, conviven viñas más grandes, aunque nunca tanto. La más importante, en términos de volumen, es Juanicó que está por los dos millones de cajas, una gota de vino si lo comparamos con las grandes-grandes de Chile.

Juanicó también es la que más ha exportado sus vinos. Y en un plazo de diez años, su estilo se ha depurado muchísimo, logrando una extraña mezcla entre tintos con carácter local y que perfectamente pueden ser entendidos en el extranjero. Como ejemplo, el fantástico tannat Don Pascual Reserva, un jugo de cerezas a más o menos ocho dólares la botella, en Montevideo.
Otra de mis bodegas regalonas está junto a la costa, pero esta vez en el muy concurrido Punta del Este. Se llama Alto de la Ballena y es un caso ejemplar de emprendimiento en una zona en donde nunca antes hubo vino. En 1998, el matrimonio de Paula Pivel y Alvaro Lorenzo gastaron sus ahorros en una larga loma que cae a la laguna de El Sauce, en la zona de Punta La Ballena, un lugar paradisíaco. Hoy, con parras de algo más de una década, hacen vinos exquisitos, sobre todo su syrah Cetus, un vino que habla de la influencia marina con claridad y que es, probablemente, el mejor tinto no-tannat de Uruguay.

Los vinos uruguayos son un secreto. Nadie en el mainstream del mundo vínico los ha tomado realmente en serio, quizás porque los mismos uruguayos no se han tomado tan en serio a sí mismo. Cuando en una de las catas casi salto de alegría al probar un tannat, el productor frente a mí cree que no hablo en serio. Y no es así. Frescos, rabiosamente austeros, llenos de energía y frescor, los vinos de Uruguay están a punto de hacer erupción en un mundo que ahora pide precisamente el estilo de vinos que ellos han bebido desde siempre.